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Opinión

Britny

Haces unos fines de semana, por razones de trabajo, viajé al puerto de Iztapa. El calor agobiante fue la excusa perfecta para que, después de dar la charla que motivó el viaje, me animara a ir a la playa. Me dieron el consejo de que, si quería ahorrarme dinero, cruzara caminando el canal (bocabarra), ya que seguramente estaría bajo. Aventurero que soy, lo intenté, pero terminé varado en una pequeña isla. A pesar de saber nadar, llevaba mi celular y otros objetos que no podía mojar, así que decidí esperar a que llegara una lancha.

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Fue en ese lapso cuando la conocí. Britny, como le gusta que la llamen. La vi de lejos, una niña inquieta con el cabello entre amarillo y castaño que la hacía distinguirse. Se acercó a la orilla, le dio la mano a su mamá y caminaron hacia la misma isla donde me encontraba. Sin ningún temor, se tiró al agua y, como una sirena, comenzó a nadar. Su mamá, más cautelosa e insegura, le pedía que no se alejara demasiado.

Me comentó que iban hacia el otro lado, así que acordamos caminar por la orilla en busca de un tío que tenía una lancha. En el camino nos encontramos con el abuelo de Britny, quien, muy amablemente, nos ofreció acercarnos a la orilla sin costo alguno. Sin embargo, queríamos cruzar, y la lancha del abuelo tenía un agujero en el casco, por lo que no era útil. Tras un par de chiflidos, salió el tío. Cuando nos dio el precio que cobraba por cruzar, la mamá de Britny decidió no ir.

El precio era de Q10 por persona, más otros Q10 para el regreso. Para ella y sus dos hijos, el total sumaba Q60 solo por cruzar el canal. Me pareció injusto que la persona que me ofreció ayuda, y que estaba en la misma situación que yo, no pudiera cruzar por el precio. Así que decidí pagar el pasaje. Al llegar al otro lado, comenzó un inesperado viaje de aprendizaje. Una niña de 7 años, sí, 7 años es la edad de Britny, me enseñaría mucho.

La mamá llevaba en bolsas la comida para los tres: un tamal para el hermano mayor, pan francés para ella y pan dulce para Britny. Eso era lo que comerían durante todo el día. Pero lo interesante fue su actitud: su única preocupación era divertirse. Britny se zambullía, nadaba, buscaba la parte más profunda y regresaba. Conversaba conmigo sin quejarse ni por la falta de comida ni por el escaso dinero. Su constante charla giraba en torno a su experiencia aprendiendo a nadar.

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Comencé a hacerle preguntas: ¿Cuánto tiempo llevaba nadando? Para mi sorpresa, me dijo que apenas tenía una semana de haber aprendido. Quise confirmarlo con su mamá, y ella me lo corroboró, agregando que ese era su temor: no dejar que Britny se alejara mucho. Me resultaba increíble, pero eso apenas era el comienzo.

Nuestra conversación se interrumpió cuando un perro se llevó la comida de la familia. Intentaron detenerlo, pero el perro fue más rápido, dejándolos sin almuerzo. Sin embargo, la lección fue clara: no pasa nada. Siguieron nadando y disfrutando del agua. La escena me conmovía, pero seguía sin comprender del todo.

Poco después, un coco flotando en el canal llamó la atención de Britny y su hermano. El coco, ya abierto, aún tenía algo de carnaza. Lo tomaron y lo partieron con una cuchara que también flotaba por ahí en ese momento. Lo sé, es una escena difícil de procesar para muchos de nosotros, que cambiamos de cubiertos solo porque se caen al suelo por unos breves segundos. Pero Britny y su hermano se comían un coco que alguien más había tirado al canal, usando una cuchara cuyo origen desconocían, y lo hacían riendo y disfrutando el momento.

Eso me llevó a preguntarle a la mamá sobre su situación. Me contó que trabajaba en un hotel en Monterrico, pero que ese sábado había decidido descansar, ya que la temporada estaba baja debido al invierno y a los daños en la carretera. Los Q100 que gana a la semana no le alcanzan para mantener a sus hijos y pagar el cuarto donde viven. El casero les había pedido que lo desocuparan, pues no habían podido pagar los Q400 de renta. Su esposo, pescador, no gana lo suficiente, y su problema con la bebida lo vuelve violento, queriendo incluso agredir a los niños.

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Huyendo de esa realidad es que llegaron al canal. La angustia por no poder pagar, la falta de comida y el temor a la violencia fueron los detonantes para buscar un momento de paz en familia. Un tamal compartido entre los tres era suficiente para ser felices por un rato, lejos de tanto daño, sin recurrir a drogas o alcohol.

Era increíble ver cómo, en medio de tanto problema, Britny sonreía, jugaba y disfrutaba. A su edad, no entiende completamente lo que su mamá está viviendo, pero acepta y aprovecha lo que tiene. Es ahí donde nosotros, desde nuestra posición de privilegio, debemos aprender a compartir con quienes tienen menos.

Para la mamá de Britny, ese día fue verdaderamente relajante. Minutos después de dejar de hablar conmigo, se quedó dormida. El cansancio acumulado era tal que, desde varios metros, se podían escuchar sus ronquidos. No sé cuánto tiempo llevaba sin poder descansar, pero ahí, en ese momento, lo consiguió. Como dice la canción popular: «en el mar, la vida es más sabrosa».

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